Su escritura es la “historia de un samovar a la deriva”, como si el té en su interior concentrara el néctar de los tiempos. Ethel Krauze (Ciudad de México, 1954) sabe que tiene un lugar en la Tierra porque se ha escrito a sí misma, porque entendió que todas las generaciones tienen su tragedia y su naufragio, y porque se autocontempló como residente entre la muerte y el rescate del idioma.
En Samovar (Alfaguara, 2023), su reciente novela, la escritora viaja a través de la mirada de las mujeres que le antecedieron: su abuela judía, su tía y la señora de origen náhuatl que las acompañó durante más de cuarenta años. Ethel elige a Tatiana, una fotógrafa, como su alter ego, pero asegura que jamás se propuso escribir este relato gestado en el antecomedor de su abuela, ni intentar caer en el género de la autoficción que hoy impera en las librerías.
El samovar es un recipiente metálico con forma de cafetera. En su interior se calienta el agua para el té. Es un símbolo de fuerza que puebla la vida y el destino de la cultura rusa: habita en sus proverbios y dichos, en las letras de escritores como Nikolái Gogol y Aleksandr Pushkin, en tradiciones que permean los años, en las historias que surgen cuando pobres y pudientes conversan a su alrededor cuando la cocina se convierte en el centro del mundo.
Tras la pantalla que enmarca su llamada virtual, Krauze recuerda el antecomedor por las galletas remojadas en el té, la hospitalidad y las manos de la bobe Anna, el ruido de las cacerolas, el sol que entra por el balcón, las quietas tardes de Ciudad de México antes del terremoto de 1985 y la inmortalidad de su juventud hilada en el telar de sus 27 años.
Allí comprendió que conversar es la forma en que nos hacemos humanos y que las grandes historias suceden en los lugares menos históricos. “Son los espacios que realmente nos permiten ir con microscopio a una profundidad que nos lleva a completar la historia con mayúsculas: la Gran Historia”.
Dos años antes de la muerte de su abuela, Krauze prometió visitarla cada miércoles para comer en su casa de la colonia Condesa. La autora cumplió al pie de la letra. Solía cubrir de preguntas a la bobe Anna y de esos encuentros surgieron relatos que la escritora apuntaba de prisa sobre papel. Entonces se dio cuenta de que tenía unas “hebras de oro” en sus manos, pero necesitaba madurar como persona y escritora para poder tejerlas sin que se notaran las costuras. Así pasaron cuatro décadas.
Uno de esos relatos indica que su abuela se aferró a su samovar cuando viajó a México para huir del Holocausto. Estaba en el barco, sobre el oleaje de un nuevo destino, cuando la tragedia intentó subir a bordo. La imagen que se forma es como si la anciana abrazara a su tierra, sus recuerdos, su propia vida. En el antecomedor, los recuerdos de Modesta también se entrelazan y dan su versión sobre la injerencia de la violencia y el patriarcado en su natal Oaxaca. A final de cuentas toda historia personal es coral, y para sobrevivir necesita ser escrita. “La escritura es un derecho humano que las mujeres tenemos que reconocer y reconocernos en ella”.
Aunque Ethel Krauze se ficciona en Tatiana, las historias que recolecta de las ancianas son puntuales. Incluso la intromisión del “criminal”, un hombre que afecta la vida de Tatiana, fue algo que ella y la bobe experimentaron en su tiempo. “Samovar es una palabra extraña […] Es la palabra por la que toda esta historia se me convirtió en torrente”, escribe en la novela, pues ese objeto representa todo lo que una persona debe recobrar, una especie de calor humano.
¿Por qué un escenario de la vida cotidiana, como el antecomedor de su abuela, funge como detonante de un montón de historias, de anécdotas que pueden ir a horizontes más profundos?
Porque precisamente es como al calor del hogar, en ese espacio más chiquito que está como parte de la cocina. Es un espacio de mayor intimidad, menos formalidad, y al mismo tiempo se está preparando la comida, oliendo los guisos. Tienes una sensibilidad muy abierta a los olores, a los sabores, a la texturas, se te despierta el paladar, el gusto. Y sabes que va a haber algo compartido, que es el alimento. Y te vas a sentar alrededor del té caliente, las galletas.
Sentarse en el ritual de las comidas es el disparador de aquellas memorias que tenemos ancestralmente, yo creo del origen de la humanidad. Me imagino en la era de las cavernas, cuando ya la manada se reunía al fuego y se contaban las aventuras del día, para contarse las experiencias y compartir las herramientas de sobrevivencia: “Mira, por acá está este animal”, “estos sonidos significan tal cosa”, “no te vayas por allá, hoy me pasó esto”, “mira, así se construye tal cuchillo”. El lenguaje realmente surge por esta interacción entre los seres humanos, en estas microsociedades donde se tiene que estar interaccionando, relacionándose mucho. Y ahí florece la lengua, ahí los seres humanos descubrimos nuestra máxima herramienta que no sólo nos permite comunicar, sino pensar, construir el futuro, hablar del pasado, construir conceptos y, sobre todo, nos permite la autoconciencia: darnos cuenta de que existimos, de que hay un yo y hay un otro.
No es la primera vez que escribe una novela con estos diálogos entre mujeres —por ejemplo, Mujeres en Nueva York (1993)—. Llama la atención que, en Samovar, el hábitat de estas mujeres es el lenguaje, uno perdido: el idish. ¿Cómo construir esta habitación para hacer que ellas residan ahí?
Mira, la historia de las culturas y de las sociedades siempre va de un lado a otro. Hay épocas en que se cierran los países, las culturas, y ya no quieren que entren migrantes ni gente diferente ni otras lenguas; discriminan, cierran y se aíslan. Pero eso va degenerando, porque no es posible. Tú tienes que alimentarte con lo que hay, y si sólo quieres alimentarte con lo que hay en el refrigerador de tu casa, llega un momento en que se pudre y se agota. Entonces viene la otra fase, de empezar a abrirse, y aparecen las migraciones para aceptarlas, incluir idiomas, culturas. Y la historia de la humanidad es eso: un ir y venir entre estas dos fases. De tal manera que las migraciones y compartir las diferentes lenguas es algo que coexiste con la humanidad. Pero parece que es una lección que no aprendemos, entonces de tanto en tanto se vuelven a cerrar las puertas y luego se abren.
Samovar ocurre en la época donde se han cerrado y entonces están los marginados, los que no son uniformables, los que son diferentes. Parece que lo diferente da miedo, entonces hay que expulsarlo. Y confluyen, en una época en la Ciudad de México, estas dos formas de migración: la externa (la foránea, de los judíos perseguidos de Europa) y la interna (del campo a la ciudad, de culturas originarias, de idiomas originarios como el náhuatl). Confluyen en un mismo momento estos dos tipos de marginación y estas mujeres se encuentran en este centro, tanto geográfico como cultural, donde tienen que compartir y aprender los idiomas unas de las otras. Ya ves que ahí en Samovar la bobe aprende español, pero Modesta aprende idish y todas aprenden cosas del hebreo, porque es una de las lenguas maternas; no sólo de Israel, también es la lengua de La Biblia, la lengua para hablar con Dios. Aunque en la novela habitan las diferencias religiosas, ahí todo el tiempo se están diciendo que son iguales, que es lo mismo. Dice Modesta: “Es lo mismo, nada más que la de nosotros es con dos libros y la de ustedes es con uno”. En su manera de entender, saben que son iguales, que es lo mismo, que no es importante. Son muy diferentes, pero saben que eso no es importante; lo importante es sobrevivir, comer, cuidarse. Entonces hay una gran lección de vida.
¿Existe respuesta para esta pregunta que se plantea en la novela?: “¿Es posible describir qué se siente recobrar un idioma que se creyó perdido?”
Pues yo traté de hacerlo en Samovar. Traté de usar la lengua para poder explicar qué se siente y no sé si lo logré. Qué difícil es expresarlo, pero qué maravilloso es sentirlo. Yo me siento muy hermanada con estas autoras jóvenes, sobre todo, que están resurgiendo en su idioma, en sus obras literarias, en tantas lenguas autóctonas. Me imagino que están viviendo lo mismo, que están resucitando esa lengua materna que tenían y que después fue marginada, que quisieron seguir hablando sólo español porque no vayan a decir que son unos “indios ignorantes”, y que ahora están volviendo a tomar. Cuando empiezas a sentir que recuperas un idioma, no es como si recuperaras tu juguete favorito de la infancia, o como si volvieras a ver a un ser querido, no: cuando recuperas un idioma, recuperas un mundo, una manera de vivir y de pensar. No se puede traducir literalmente de un idioma a otro. Hay una serie de estudios neurolingüísticos donde se ve claramente que el tipo de sintaxis, de léxico, de construcción gramatical que cada idioma tiene, involucra una manera de relacionarse con el mundo. Entonces es como si perdieras una parte de tu cerebro y de repente la recuperas. Ahora se dice: “¿En dónde habita el lenguaje?”. Si tú abres el cerebro sí puedes ver dónde está el núcleo que te permite hablar o te permite entender, pero no un idioma en particular, sino que, lingüísticamente, te hace capaz de articular lenguaje. Pero ahí no habita el idioma, ¿dónde habita entonces? Algunos dicen que es otro órgano, que es como un órgano que construimos los seres humanos cuando estuvimos construyendo la lengua. Entonces, con cada uno de los idiomas es como si tuviéramos una coloratura, una parte, un núcleo del cerebro que nos permite ver la vida de esa manera.
Usted nos trae la historia de estas mujeres a través de la novela, pero ellas a su vez comparten las historias de otras mujeres: su abuela habla de su madre a quien sepultaron viva durante el régimen nazi, de otra mujer que llegó a Varsovia a buscar a su novio y la asesinaron, de otra mujer que fue cantante de ópera y también la asesinaron. Esta sucesión recuerda a las matrioshkas, esas muñecas rusas que se forman por capas. ¿Considera que la historia personal está hecha con la historia de nuestros antecesores? ¡Ay! ¡Lo has dicho tan bonito! Mira, es la primera vez que alguien me comenta eso, que es como las matrioshkas porque es una historia dentro de otra historia de las mujeres.
¡Ay! ¡Me encanta la alegoría que haces! ¡Me gusta muchísimo, muchísimo! Te lo agradezco mucho. Yo pienso que finalmente eso es lo que quisiera concluir del mensaje. Sí es realmente la historia de mi vida, la vida de mi abuela, pero también es la historia de todos nosotros. Es decir, me gustaría que se leyera esta obra no sólo porque vas a conocer la vida de mi abuela o la parte como nieta que me corresponde, tampoco solamente porque vas a conocer lo que ocurre con las migraciones y la población judía que llega a México, sino porque también te vas a leer a ti mismo. Vas a leer esto que tú dices: qué tanto de tu historia y de lo que eres está construido con base en las historias de quienes te han antecedido o quienes te han acompañado. A mí me gustaría que cada uno buscara su matrioshka, que cada uno buscara su samovar, ese sello de identidad que lo salva. Cuando todo está perdido hay algo que todavía existe. Y que nos diéramos cuenta de que a toda generación le toca vivir su tragedia y le toca su naufragio, pero también tiene su samovar y esta matrioshka que ahora incluiría en ese mensaje, porque cuando un escritor habla de sí mismo en realidad está hablando de todos. Ese es el espíritu que me gustaría legar en Samovar.
También es importante porque es la mirada de mujeres hablando de episodios históricos para la humanidad.
Absolutamente. Yo abogo porque la mujer tenga que recuperar o tener por primera vez el derecho humano a la escritura. Las mujeres debemos escribir, debemos ir detrás de nuestras madres y abuelas a contar sus historias de vida. Y no sólo las mujeres, los hombres también pueden ir con sus madres y abuelas a rescatar las historias de vida de ellas. Y las mujeres contar nuestras historias de vida porque eso no se ha escrito, eso lo platicamos entre nosotras pero no queda escrito. Y como no queda escrito no forma parte de la historia universal. Nos falta mucho la visión de las mujeres en la historia universal. Mientras eso no se tenga, el patriarcado nos va a seguir viendo como objetos de uso o de desecho para poseer o mutilar, y no como seres de carne y hueso con el derecho que todas tenemos de habitar la Tierra. La escritura es la que hace la historia.
Hay una escena donde las mujeres mayores empiezan a hablar del tema del aborto y Tatiana se sorprende de la naturalidad con que lo hacen. Generalmente tenemos la imagen de la abuela abnegada que no piensa en ese tipo de cosas, pero en realidad no sabemos si las pensó o no. ¿Cómo derribar o aclarar ese tipo de imágenes prejuiciosas sobre la vejez en la mujer?
Creo que era lo que te decía, que es muy importante tener escritas estas historias de mujeres, porque si no, nada más nos quedamos en el estereotipo. Yo empecé a hablar esto con mi abuela, ella empezó a contarme y yo me iba de espaldas. Yo veía a la tutta Lena, una ancianita de 94 años que era toda un algodón de azúcar. Pero ella se hizo 17 abortos y yo casi me voy de espaldas. Y yo le preguntaba: “Pero, ¿y la religión?, ¿y el zeide (el abuelo)? Él era muy religioso, ¿él sabía?”. Y ella me contestaba: “Sabía, hija”. “¡Pero cómo!”. Y con esto zanjó todas las posibles elucubraciones: “Reliquia es una cosa, vida matrimonial es otra”. Como diciendo: “No mezcles, hay cosas que ocurren y que así están, así es la vida”. Me pareció una respuesta tan firme, tan clara, de que… ¿las religiones quiénes las hicieron? Sí, las hicieron los hombres para poder contener el cuerpo de las mujeres. Las mujeres no las hemos necesitado. Entonces, está bien, la religión aquí está, pero la vida matrimonial es otra. Siento que mi abuela y su hermana no eran únicas en esto, son las que lo dicen y yo lo escribo, pero hay otra realidad que verdaderamente hay que conocer. Luego es “vamos a debatir sobre el aborto” y son tres señores que están debatiendo sobre eso. Por favor. Ellas dirían: “Hagan debates, eso es una cosa, pero la vida real es otra”. Eso es lo que me diría la bobe hoy en día: “Toma tú tus decisiones, ¿sí?”.
Su abuela también habla del naufragio que experimenta en su viaje a México, donde abrazaba el samovar ante el avenimiento de la tragedia. ¿Qué poesía encuentra en esta imagen?
Cuento eso en Cómo acercarse a la poesía y finalmente puedo completar toda la historia en Samovar. Para mí es una imagen muy conmovedora; me habla de la capacidad de sacar fuerza de la tragedia. Me habla de, si pensamos en la tragedia griega, el destino trágico que tiene el ser humano. Sabe que es un ser para la muerte, es un ser que va a morir, pero mientras tanto tiene que vivir. ¿Y cómo va a asumir la vida? Esa sí es su decisión. Su decisión no es si va a morir o no, el final ya lo sabe, pero en el transcurso de la vida es donde tienes que asumir cómo la vas a vivir. ¿Escondido tras los rincones como un ratón o la vas a vivir dando la cara? En la batalla de Aquiles con Héctor (durante la guerra de Troya) se ve perfectamente: Héctor sabe que va a morir ahí, trata de huir, de esconderse, pero finalmente sabe que tiene que cumplir el destino. Entonces ahí veo algo muy parecido: la mujer asiéndose del samovar porque ella quiere enfrentar de esa manera la vida, aferrada a sí misma. “Si yo me voy a morir está bien, pero me voy a morir con mi samovar porque eso es lo que soy”.
Por último, ¿sigue sintiendo la sonrisa de estas tres mujeres en la espalda como “si la acompañaran a la salida”?
¡Ay, sí! Esas tardes de sol, ese té, las galletas, las sonrisas, ¡los pleitos! ¡Yo disfrutaba esos pleitos! Los disfrutaba tanto que yo sí me siento enamorada de esas mujeres y las traigo conmigo, ahora más que nunca, ahora que salió la novela y que sé que la están leyendo. Mira, haz de cuenta que se me van apareciendo y me siento acompañada. Ya cuando murieron mis abuelos, murieron mis padres, sientes que eres el mayor, la persona mayor a la que le toca, la que les hace la fila. Y te sientes sobre todo huérfano, una orfandad terrible; ya no tienes a quién recurrir, más bien tienes hijos que recurren a ti, pero tú también quieres el abrazo. Entonces, ahora me están acompañando más que nunca. Me siento muy abrazada por todas ellas.
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