“Uno debe estar al tanto desde el principio de que no llegará lejos”, nos dice el protagonista de Yakarta, quien recuerda el quinto año de la escuela, cuando una monja arrugada le impartía geografía —o casi: Ella nombraba ciudades, Yakarta, y los alumnos respondían países, Indonesia: “Era una manera de ignorar el resto del temario, olvidarse de nuestros nombres y acostumbrarnos a lidiar con la decepción de saber que allá afuera existe un mundo del que sólo vamos a memorizar las divisiones política”».
Aunque los pasos del narrador esbozan la demarcación desde el subsuelo hasta la superficie y su andar nos lleva por sus múltiples laberínticas bifurcaciones, esta ciudad nunca termina por darse a conocer del todo. El Charco se erige a partir de una mitología donde las luchas e interacciones de una población compuesta por nativos, albinos e invasores, prefigura un presente rabioso y violento, entregado a la nada y al azar, a merced de pandemias y estructuras políticas hechas con esa movilidad gatopardiana que erige el estandarte del progreso como instrumento de hipnosis colectiva.
El narrador se escinde entre dos tiempos: uno en el que acompaña a Clara y otro que surge de sus recuerdos por donde desfilan su niñez, las imágenes de una pandemia que lo obligó a formar parte de una brigada cazadora de ratas y el momento en el que, terminada la peste, conoce a Clara caminando por la playa. Conforme avanza la novela el protagonismo no parecen tenerlo la ciudad ni personajes como el albino Kovac, jefe de la brigada, la Pájara Helguera y su muestrario de lagañas, Zermeño y su repertorio de encueradas o Morgan, que usaba la tristeza profunda como una forma de mantener a raya el ruido.
Tampoco lo tiene el juego de pelota que guarda en su función de bisagra decadente un papel central para la población. El relieve no está en la enigmática piedra rosa de Clara ni tampoco en la figura del azar que paradójicamente decanta un futuro siempre previsible para los habitantes delCharco.
Al adentrarnos en la prosa de Rodrigo Márquez Tizano, advertimos que el verdadero protagonista del libro es el lenguaje: que se suelta de sus ataduras, revienta a través de una prosa firme y desenvuelta que embiste contra la solemnidad en todas sus formas y a partir del absurdo teje un autorretrato que lo mismo se ciñe a nuestra época y geografía que a cualesquiera otras porque la materia con la que trabaja el autor es nada menos que el tiempo.
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